Tribuna

Me pagan por vigilar

Tenemos que ver para creer, o si me lo permite, controlar para confiar

Salvador Martínez

Consultor en Organització, canvi cultural i RRHH

Una de mis primeras experiencias laborales tuvo por escenario una pequeña empresa que prestaba servicios principalmente al sector bancario. En plena década de los ochenta, mi sofisticada entrevista de selección prácticamente consistió en comprobar que el candidato (es decir, un joven universitario interesado en ganar algo de dinero para pagar sus estudios) tenía brazos y piernas, útiles todos ellos absolutamente necesarios para llevar a cabo mi misión. Quiero pensar que mi entrevistador, quien a la postre sería mi jefe durante aquel caluroso estío, tenía interés por conocer mis skills, pero en un tiempo en el que era lujo sentir el vocablo "competencias", no cabía esperar exquisiteces. No obstante, aquel hombre - cuyo gran mérito para ocupar la posición de director de oficina era ser el hermanísimo del propietario- me miró a los ojos, como intentando descifrar mis pensamientos, y dijo: "Aquí se requiere mucha responsabilidad por el tipo de cliente que tenemos. Pareces un chaval formal, así que voy a confiar en ti".

Tras un par de días de formación práctica con el titular al que debía sustituir durante sus vacaciones estivales, me enfrenté a mi primer día de trabajo. Si la parte de preparación me llevó dos o tres veces el tiempo que hubiera necesitado mi formador, la ejecución se convirtió en un verdadero suplicio (que se alargó durante casi todo el verano, para ser franco). Fue tal el esfuerzo y desgaste físico sufrido que decidí descansar aquella tarde noche, un viernes, para completar el trabajo al día siguiente. Mi jefe, aquel que me había dado su confianza, llamó ese viernes por la tarde a la oficina para preguntar por mí. Le explicaron que había salido muy tarde y probablemente estaría comiendo (aunque más bien era hora de merendar). No satisfecho, volvió a interesarse más tarde, y al comprobar que aún no había regresado, cogió su Vespa y se acercó a mi domicilio. Quisiera la casualidad que no había nadie en casa, pues había salido con mi padres a visitar a mi hermana (a todas luces necesitaba desconectar brevemente del intenso trabajo matinal). En una época sin móviles, mi jefe se desesperó y puso a toda la cuadrilla de la oficina a buscarme por la ciudad. Finalmente, uno de los compañeros dio conmigo y me avisó: "El jefe está descontrolado, ¿cómo que no has ido esta tarde? Él piensa que se la has jugado".

Pero ¿no me dijo que confiaba en mí? En toda la mañana no se había preocupado de saber cómo me había ido en mi primer día, ni a qué intempestivas horas pude ir a comer. Ahora bien, eso de que no estuviera en la oficina por la tarde enterró la pretendida confianza otorgada, y le hizo ver fantasmas donde solo había una persona agotada física y mentalmente pero comprometida hasta el final del verano, como de hecho así fue. Cuando nos encontramos al lunes siguiente, sabiendo él que yo había pasado casi todo el sábado planificando el trabajo para el primer día de la semana, sonrió y, poniéndome una mano sobre el hombro, pronunció estas palabras: "El viernes por la tarde no viniste". "Pensé que confiabas en mí -le respondí-, pasé todo el sábado aquí en la oficina". Yo esperaba algo parecido a un reconocimiento al esfuerzo ímprobo que había realizado, pero zanjó la conversación de tal guisa: "Me pagan por vigilar que hacéis vuestro trabajo".

Quizás usted piense que le hablo de historietas de hace treinta años, que hoy día las relaciones en las empresas se rigen por otros patrones más acordes con los tiempos. Y, a la vista de los incontables webinars que nos han inundado estos meses de confinamiento, parecería evidente que los líderes han de brindar confianza a los empleados si esperan obtener compromiso. Pero no olvide que, en el momento en que ocurrió la anécdota, Abraham Maslow, David McClelland, Douglas McGregor y Frederick Herzberg ya eran los abuelos de las teorías de la motivación. ¡Ay, tanto esfuerzo en la búsqueda del Santo Grial de la satisfacción en el trabajo y su efecto en la mejora de la productividad, y resulta que somos como Santo Tomás!: Tenemos que ver para creer, o si me lo permite, controlar para confiar (expresión en sí misma paradójica, pues qué mérito tendría ser creyente si se pudiera demostrar empíricamente la existencia de Dios).

Si le parece que exagero, hace unos días me desayuné con el siguiente titular de Computer Hoy: "Se triplican las empresas que espían a sus teletrabajadores". En una entrevista concedida a The New York Times, Dave Nevogt, fundador y director ejecutivo de Hubstaff ("empresa dedicada a hacer seguimientos en profundidad de los movimientos de los empleados a cada segundo"), aseguró que desde el pasado marzo ha triplicado usuarios (y suponemos ventas). Sí, que dice el celebérrimo bolero Volver, inmortalizado por Carlos Gardel, que treinta años no es nada, pero uno en su ingenuidad hubiera esperado la extinción de los jefes que esconden su inseguridad e incompetencia tras el convencimiento de que son la reencarnación de Cerbero vigilando la entrada al Hades, o en otras palabras, que les pagan por vigilar. Y me doy con un canto en los dientes si no añaden: "Y a ti no te pagan por pensar".