La ecoansiedad

Después de finalizar la COP 26 en Glasgow ya se podían leer los titulares. Los más exaltados nos hablan de una nueva "última oportunidad perdida" para un planeta que agoniza, mientras que los moderados nos muestran un catálogo de acuerdos y compromisos, más o menos vagos, y aprovechan para recordarnos que, aunque vamos por el buen camino, todavía no es suficiente. Insisten en que todos debemos hacer algo más. Si bien la postura moderada corre el riesgo de quedarse corta, la actitud tremendista casi nunca ayuda a encontrar soluciones reales a los problemas y, en ocasiones, puede ser contraproducente.

A fuerza de amenazar con la llegada del Armagedón la ciudadanía podría acabar por creérselo, lo que conduciría a la -por otra parte sensata- decisión de no hacer nada, pues ante lo inevitable solo cabe la resignación.

Las democracias liberales occidentales requieren, para su correcto desarrollo, de un delicado pero fundamental equilibrio de fuerzas entre los diferentes actores -grupos de presión- que, lícitamente, velan por preservar sus intereses en el ejercicio de sus responsabilidades. En el ámbito del medio ambiente se espera de los activistas que pongan el grito en el cielo y convoquen movilizaciones para llamar la atención de la opinión pública, de los científicos que prosigan con sus meticulosas investigaciones y presenten sus conclusiones con objetividad, de los políticos que tomen decisiones en beneficio de la ciudadanía en su conjunto y, por último, del poder financiero y empresarial que generen bienestar en general y puestos de trabajo en particular.

No obstante, en estos días de declaraciones grandilocuentes cuesta distinguir entre unos y otros, pues en las pantallas aparecen mandatarios, políticos y grandes empresarios -y en ocasiones incluso algunos científicos- repentinamente transformados en activistas, ante la mirada atónita de una ciudadanía cada vez más confundida y ecoansiosa -la ecoansiedad es un asunto que ya ocupa a psicólogos y psiquiatras-. Una ciudadanía que madruga para ir a trabajar, que hace sus números para llegar a fin de mes, que valora la posibilidad de sustituir su vehículo actual por alguno más sostenible mientras se resigna a pagar una factura eléctrica que impacta en la línea de flotación de las reducidas cotas de bienestar que aún le quedan por defender. Una ciudadanía que ya no sabe si debe sentirse culpable por el filete que acaba de cocinar para la cena.

El cambio climático provocado por el calentamiento global ya forma parte de nuestras vidas. Los estudios científicos más solventes nos dicen que, aún en el caso de que la humanidad dejara de emitir dióxido de carbono y metano -escenario imposible-, la temperatura superficial de la atmósfera aumentará entre 1 y 1,5 grados Celsius. El cambio climático no va a suceder, está sucediendo. Es prioritario reducir las emisiones antrópicas de gases de efecto invernadero, por supuesto, pero es igual de importante actuar para adaptarnos al cambio. Y ambos asuntos, mitigación de emisiones y adaptación al cambio, requieren de inversiones fabulosas, monumentales. Inversiones para afrontar unos retos nunca antes encarados por la humanidad. Un asunto interesante será ver quién y cómo va a financiar todo esto y, tal vez más importante, que cotas de justicia social estaremos dispuestos a alcanzar.

Jorge Molinero Huguet

Profesor asociado de EADA Business School  

Doctor Ingeniero de Caminos y Geólogo